La disidencia cultural

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Nos cansamos de escuchar que los jóvenes de hoy en día se encuentran aletargados, dormidos. Quizá no es eso, quizá no se hartan de soñar, de elucubrar un mundo en el que hay cabida para expresar las partes más íntimas de su fuero interno. A veces entran en acción, crean soportes, canales, lo hacen llegar.

Es la motivación de un colectivo formado por jovencísimos talentos de la poesía, que con una tierna torpeza se suben al atril de la séptima planta de un centro comercial a compartir esas emociones que han diseccionado en el papel de una nueva revista: La Disidencia Cultural.

Con un entusiasmo a veces retraído por la vergüenza o por el pudor de desnudarse ante una sala llena de público que les abraza con aplausos para envolver el escalofrío que esto produce, los autores recitan textos que se incluyen en el primer número de la publicación mensual y que alternan con otros inéditos, en ocasiones, pendientes de publicación o de fallo de concurso.

Nombres como Daniel Rabal o Almudena Yebra no nos suenan, de momento, pero el ímpetu con el que marcan cada verso hace pensar que tienen potencia por sí mismos incluso sin la fuerza del músculo de papel que acaban de crear.

Jóvenes deslenguados porque hoy no se lanzan palabras de amor a la frente del otro, no se comparte el miedo con poemas, tampoco las ganas. Se intercambian versos, sí, en redes sociales, los enviamos por whatsapp, pero no llevan el nombre de un destinatario al que se le sitúa delante y se obliga escuchar. Sin embargo, La Disidencia Cultural es un acto deliberado con remite, dirigido a alguien concreto: al que quiere sentir, al que quiere dejarse sacudir por la sintonía de las palabras que emergen de las entrañas.

Hace unos días, antes de asistir a esta procesión de los versos casi imberbes, me encontraba vagabundeando por las redes sociales, dando latigazos con el dedo a todos esos perfiles de perpetua belleza, júbilo y arrogancia. ¿Me aburre? Soberanamente, pero lo sigo haciendo, lo seguimos haciendo. Tras un chapuzón en Bali, después de la recomendación de un grupo que conoces desde años ha, o después de la última reiteración de la calidad de Rosalía en forma de primer plano de su LP, de repente, encuentras algo. Una palabra, un carácter, una disidencia. No se trata de esos versos manoseados, previsibles como un estribillo de Bisbal. No. Son mil cosas más. Son el pellizco en el estómago, una lazada a la garganta.

Con el ímpetu marciano de querer saber más, elaboras un improvisado plan de investigación a través de esa red. Muy mal. Un bochorno. Encuentras más textos, pero nada singular, nada que te revuelque siquiera un poquito las tripas. Hastío.

Y entonces vas a la presentación de la revista de poesía, esa en la séptima planta, esa que pensabas que iba a durar menos que tu paciencia, y descubres que sigue habiendo gente que como aquel poema de Instagram, hablan de ti con palabras que te mecen el alma.

Hoy ya no sueñas despierto antes de dormir porque ya has descubierto que los amores imposibles son imposibles. Ya no sabes ilusionarte por tantas y tantas cosas porque ya las has vivido mil veces, porque te esforzaste en hacerlo todo deprisa, y porque bajas al patio, pero te da igual el recreo. Pero allí, en el imperio de Cortilandia te acaban de recordar que para sentir la poesía uno ha de dejar de ser viejo para volver a sentir con la torpeza del principiante. Y te recuerdan que el amor imposible es el que más enamora, que viajar es descubrir, y que el patio es el lugar en el que escondes los sueños debajo de piedrecitas y alrededor un árbol, y que en cualquier momento alguien puede levantar esas piedras.

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