Loriga, casi Loriga

Published on

Con Sábado, Domingo, Ray Loriga (Madrid, 1967) casi vuelve ser Ray Loriga; el Loriga de Lo peor de todo. Casi. Porque si bien en esta última novela hay espacio para la abstracción de su protagonista, lo que no encontramos son aquellas atronadoras reflexiones de las primeras novelas que acabábamos apuntando en una libreta aparte e intentando memorizar. Aquel Ray de antaño nos parecía un genio y en eso había unanimidad. Sin embargo la última novela es menos digresiva. Una de las grandes virtudes del escritor es (¿o era?) conseguir que todo lo que añade a la historia tenga brillo, aunque se aleje de ella, y leerlo resulte un placer.

Sábado, Domingo mantiene una linealidad de sencilla lectura en la que a veces no parece que suceda nada. Federico cuenta en primera persona cómo fue aquel sábado noche en el Madrid de 1988 que terminó con una fiesta, una muchacha, su amigo Chino y un disparo. Un chico perdido de diecisiete años que no se separa de su mejor amigo aunque le cause cierta animadversión y cuyo único interés reside en disimular su amor por su prima Gini, de la que está enamorado en secreto.

Un domingo, veinticinco años después, sigue guardando el mismo secreto y continúa sin saber qué pasó aquella noche en la que perdió el conocimiento y decidió huir de todo, de Chino, del disparo y de saber lo que de verdad ocurrió.

El Federico de ahora es un hombre resignado que no ha sido feliz. Ha tenido que vivir con la culpa de algo que no fue y que jamás se apresuró a descubrir, sin embargo, una fiesta de

Halloween en el colegio de su hija hace que todo vuelva. Una mujer disfrazada de Catwoman que le resulta desconcertantemente familiar será quien arroje luz al enigma que le ha perturbado durante los últimos años y al que ha preferido tratar de ignorar. Sin éxito. Pero, ¿qué pasó aquella noche? Descubrirlo es una constatación de una decepción que ya planeaba sobre el lector. Aquella noche no pasó apenas nada. El lector lo sabe, aunque Fede, como haría cualquiera, asume lo peor, aunque no lo exprese. Y esta es una de las virtudes de la novela; su protagonista no lo dice todo, sin embargo, nos lo cuenta a través de lo que hace. Es cierto que Federico puede parecer un denostado cliché del hombre frustrado, que deja que la vida le viva a él, en vez de agarrarla fuerte como el volante en una curva. Da la impresión que tiene más intención de dejarse caer y de luchar contra el remordimiento fingiendo normalidad, sin embargo, los recuerdos le llevan a reavivar sus sentimientos hacia su prima y a volver a escribir tras los intentos olvidados de ser novelista y los incontables fracasos laborales. Una reacción hacia la redención.

Loriga cae en algunos convencionalismo de la edad adulta, tanto es así que en Sábado no termina de ser creíble el Fede de 17 años. ¿Por qué? Porque tiene reflexiones de adulto, aún cuando solo es un chico sin personalidad, sin autoestima y sin ambición alguna.

Pretende recrear una persecución moral entre la culpa y el recuerdo, y al final lo consigue, lástima que la anécdota en sí no de para que invite a la reflexión o que el lector se cuestione qué decidiría él; saberlo todo o ignorarlo todo.

Quizá este Premio Alfaguara 2017 pueda resultar una historia leve, sin poso y en ocasiones un poco anodina, pero ahí está posiblemente la mayor virtud de su autor, hacer de lo cotidiano una prosa que se enciende después, que prende luego, una vez pasadas todas las páginas. Suponemos que a estas alturas Loriga ya sabe cuál es el secreto para generar esa empatía incómoda con sus personajes, resignados, deprimidos, a veces desesperados. Es decir, todos los yo que muchas veces somos y que jamás querríamos ser. Siempre consigue un baile macabro entre lector y protagonista, que seduce y que a veces provoca cierta llamada a la acción. Loriga no

te pide nada sino que a través de Sábado, Domingo te regala un reflejo en forma de verdad; una imagen tan incómoda como llevar puestos unos calcetines mojados.

Sin embargo una especie de redención llega al final del libro, cuando el protagonista toma la decisión de afrontar la vida. Ocho páginas que bien podrían ser un canto a la esperanza, pero tratándose de Loriga no resultaría extraño que fueran un nuevo epílogo del fracaso. Es probable. En cualquier caso, Sádado, Domigo es ágil aunque apenas pase nada. Llegar al final es quedarse a la mitad. Da la impresión de que las últimas páginas son precipitadas, de que el círculo no queda completamente cerrado.

Y, aunque no se corte el hilo que une a Federico con el lector, se queda enredado en un nudo tan tupido que eclipsa la moralina, que presumiblemente tiene que ver con la lucha por cumplir los sueños. Y no es que Loriga se haya convertido en un idealista, es que ya han pasado treinta años desde Lo peor de todo, y Loriga, a nuestro pesar, se ha hecho mayor.

← Back to portfolio